jueves, 22 de octubre de 2015

(Mi) Ello.

Básicamente,
hay regiones del cuerpo
en las que te concentras
como un químico paralizante,
sin antídoto
y sin caducidad.

Irrumpes
como una ola en la orilla
rebuscando en la arena
alguna huella ajena
para desaparecerla;
pues, solo la sal
tiene vigencia para estar
marcada en ella.

Repentinamente,
minas los espacios
de un cerebro atolondrado
que te da paso
con cualquier luz en su semáforo
sin importar los daños
que tu velocidad
deje a su estado.

Violas
los límites de un paradigma
de llevar una rutina
encabezada por la manía,
o tal vez, la agonía,
de vivir una aventura,
cuya mayor fortuna,
era contemplar solitaria
la luna.

Sorprendentemente,
revuelves las piezas
de un rompecabezas,
usualmente, en orden
estables y adheridas,
que ahora no se encuentran
para unirse entre ellas
sin la fusión
que tú representas.

Quiebras
un alma en pedazos
sin dejar rastros
para volver a pegarlos,
no dejas espacios
para unir los retazos,
vivir con las cicatrices
de un pasado “olvidado”
es la única opción
que has dejado.

Indiscutiblemente,
trabajas adrede
dejando a tus pacientes
en partes suficientes
para que les tome una vida
sanar las heridas
de tu resonante
y constante partida.

Conviertes,
a tu favor,
a la víctima,
quién se cree invicta
pregonando lo divinas
que encuentra tus caricias;
mientras consumes
su vida, su inocencia y su energía
para prolongar tu estadía
en los  campos de conquista.

Definitivamente,
tienes el don,
de acabar un corazón,
ocultando el desazón
en la trampa de tus besos;
haces ciegos
con tu deslumbrante mirada
esos ojos
inertes de pasión
que te abren sus ventanas
y puertas al alma.

 Culminando la condena
te das vuelta y te marchas
contoneando tus caderas,
arrastrando tu propia pena,
la que usas como excusa
para ésta venganza absurda
que no tarda en pasarte factura;
y se queda tu reflejo
criticando en el espejo
lo cobarde que te has vuelto.