La locura nos
inundaba,
no pasaba un segundo
sin sentir
esa inmensa necesidad
de sabernos, de
encontrarnos,
de besarnos y
desearnos,
de llenarnos de
detalles.
El sentimiento tomó
riendas,
enredábamos nuestros
cuerpos al dormir,
nos contamos nuestros
secretos,
nuestros miedos,
nuestras metas
y juntamos nuestros
sueños
para hacerlos realidad
en nuestro tiempo.
El tiempo no nos
alcanzaba,
para desnudarnos por
completo,
una vez que habíamos
terminado,
queríamos empezar de
nuevo.
Creímos en una pasión
sin final,
como si fuésemos
inmunes a la realidad.
Sin embargo, el amor
fue pasando,
la rutina llegando,
los cuerpos se fueron
alejando,
y el sexo no se
calentaba en nuestras manos.
Yo, soñadora ilusa de
nuestro amor;
tú, en la “realidad”
que nos alejó.
El cansancio sembró su
presencia,
el hastío mostraba su
indiferencia.
Se acabaron las
interminables pláticas,
se separaban los
sueños por sus sendas.
Mientras uno sufría a
ciegas,
el otro planificaba el
final de la miseria.
En búsqueda de la
comprensión,
se entendió el
cansancio, el hastío,
la indiferencia y los
tratos con histeria.
Se empezaron a borrar
nuestras huellas,
las excusas hicieron
mella
y los ojos se fijaron
en nuevas bellezas.
Renunciamos a nuestros
sueños,
escribimos unos
nuevos,
buscamos otros
senderos
lejos de nuestros
infiernos.
Conocimos nueva gente
de miradas diferentes.
Tal vez, si alguno
comprueba
que lo nuestro fue
mejor,
que los sueños eran
más cálidos,
mientras los soñábamos
en nuestros brazos
y los días tenían más
color,
sentirá un pinchazo de
dolor.
Pues, luchar no fue
una opción,
lo fue la separación.
Cuando el hastío
gobernó y tú hiciste la maleta,
lo comprendí yo.
Ahora, comprende tú,
que al cerrar la puerta
no volveré a abrirla,
aunque llames a ella.